Estuve en Praga y en Bratislava. Dos conciertos que, sobre el papel, debían confirmar el vigor actual de Iron Maiden. Y en parte, lo hicieron. La afluencia, la energía del público, el despliegue escénico: todo estaba en su sitio. Pero cuando un mecanismo está tan perfectamente engrasado que ya no genera fricción, se corre el riesgo de que la carrera pierda sentido. En ambos shows sentí una sensación sutil pero persistente: la de una máquina impecable que ya no logra convertirse en rito. El sonido está, el impacto visual es potente, pero falta el latido primordial, la vibración sucia y animal que siempre ha distinguido a los Maiden de cualquier otra banda de su generación.

El punto débil, que pocos se atreven a nombrar en voz alta, es la batería. Al parecer, tendremos que quedarnos con esa intro de «Murders» tal cual. Simon Dawson no es un baterista improvisado. Se nota que ha estudiado cada detalle, que se esfuerza al máximo. Pero eso, más que una virtud, termina siendo una jaula. Su forma de tocar es académica, contenida, a veces casi impersonal. Le falta esa elasticidad nerviosa que convertía el ritmo de la banda en una esquirla descontrolada, capaz de llevarla más allá de sí misma. No se trata de errores —esos forman parte del juego—, sino de esa tensión interna que, en el groove, se transforma en narración.

Dawson toca, pero no cuenta una historia.
Creo que se defiende en «Killers», «Run to the Hills», la mitad de «Phantom» y «The Clairvoyant».
No es mucho, la verdad… Aguanta en 3 o 4 temas, pero cuando las cosas se ponen serias, la dinámica se aplana. Los fills simplemente no llegan, los pasajes suenan secos, y ese latido típico de los Maiden se descompone.
El toque sucio y jazzístico ha desaparecido —ese caos controlado que daba tensión a los temas.
Así, la banda suena vacía: técnicamente correcta, pero sin alma… parecen los Maiden intentando sonar como los Maiden.

Dickinson, en cambio, estuvo absolutamente extraordinario. Lleva el peso del show él solo, apoyado por Dave y Adrian, también en excelente forma. La falta de groove se hizo más evidente en los temas largos y complejos. «The Rime of the Ancient Mariner», por ejemplo, necesita espacio para respirar, dinámicas que se expandan y contraigan como una ola viva. Pero todo queda en un plano horizontal, predecible, como si la ejecución estuviera guiada más por un metrónomo que por un instinto. «Seventh Son of a Seventh Son» mostró la misma debilidad: faltan las aceleraciones, las pausas, las inflexiones que solo un baterista consciente de su función dramática puede aportar. En «Hallowed Be Thy Name», que vive de tensión teatral, la batería lineal y académica de Dawson niega al tema esa suspensión emocional que siempre lo ha hecho magnético.

A todo esto se suma otro factor que contribuye —sin querer— a la pérdida de intensidad: el nuevo montaje visual, y en particular, la pantalla LED. Nada que criticar a nivel técnico. El efecto es moderno, espectacular, acorde con las expectativas escénicas de un público acostumbrado a vivir los conciertos también como eventos multimedia. Pero la cantidad de estímulos visuales convierte el show en una secuencia de video, y ya no en una narración sonora donde las imágenes internas nacen de la música. Cuando te lo muestran todo —batallas aéreas, océanos helados, mundos digitales— pierdes la necesidad de imaginar. Y en una banda como Iron Maiden, donde la mitología visual siempre ha sido poderosa pero nunca invasiva, este exceso se convierte, paradójicamente, en un factor de desconexión.

La diferencia con el pasado, incluso el reciente, se mide justamente ahí: no en la calidad de la ejecución, sino en la profundidad de la conexión. Los Maiden siguen siendo grandes, claro. Bruce está en una forma espléndida, las guitarras funcionan, Harris sigue siendo el capitán de siempre, aunque falla algunas entradas más de lo habitual. Pero falta el aliento colectivo, el que nace del golpe teatral inesperado, de la variación no escrita, de la elección instintiva. McBrain sabía frenar un tema en tiempo real para hacerlo estallar dos compases después, sin necesidad de que estuviera en la partitura. Dawson lo sustituye, pero no lo interpreta. El problema no es que no sea Nicko. El problema es que no es nadie más. No tiene una huella. No impone una visión. No transforma los temas: los ejecuta.

Y todo eso deja un interrogante molesto, casi reprimido: ¿por qué elegir a un baterista técnicamente impecable pero emocionalmente irrelevante, cuando existía un sustituto natural, capaz de evocar el groove de Nicko sin ser una copia? Dijeron que no querían un clon. Pero así han conseguido un corazón que late, pero no sangra. Una elección artística que se revela más política que musical.

Con todo, hay que decir que el setlist, al menos en la primera mitad, es simplemente emocionante. La banda arranca con fuerza, toca fibras profundas con «Killers», «Phantom», «The Rime» y «Seventh Son». Pero luego se repliega, se acomoda en lo previsible, en clásicos eternos pero ya gastados en vivo. Falta el coraje de bucear en su repertorio, de sorprender, de romper las reglas. Habría bastado un solo tema en sustitución, al menos, de «Wasted Years», que ya sonó el año pasado.

Y entonces queda ese sabor amargo de una Bestia que aún camina, pero más como reliquia que como criatura viva. Los fans más jóvenes no perciben esta fractura; pero para quienes los vivimos en sus años más salvajes, el contraste es evidente. No es una falta de respeto reconocer que hace falta algo más: el regreso a una sección rítmica que se atreva a tomar el corazón de la banda con valentía y personalidad.

Larga vida a los Maiden, siempre. Son mi vida y mis libros. Pero sin el latido adecuado, esta esperada gira del cincuentenario deja una colorida estela de oportunidades perdidas. Y eso, sinceramente, es una pena.
Nosotros, los de la vieja guardia, al menos, no vinimos a ver una repetición: vinimos a escuchar a la Bestia rugir.